Don Marcos
Miró su moderno reloj “Wak Lock” de bolsillo y comprobó que eran las cuatro y trece minutos de aquella tarde de aquel día en que dejaría su patria para siempre. Hora de abordar el rápido buque holandés, ¿o era británico?, que lo llevaría a su futuro en una tierra donde comenzaría una vida de prosperidad y de paz. Hacía mucho calor en la Guaira y su sombrero blanco, de ala ancha, perdía forma en su zamba cabeza marcada por los golpes de la guerra.
Don Marcos Maceo era un hombre fornido, alto y sobrecargado de dignidad, si eso fuese posible. Lo había dado todo por su patria luchando en las filas del Libertador Simón Bolívar y del General José Antonio “El Catire” Páez. Corría el año de 1833. Su machete de guerrero lo había perdido aquel 24 de junio de 1821 -- hacía entonces doce años -- cuando herido en un pierna y echado a morir sobre el campo de Carabobo, fue rescatado por un compañero de a pie, como lo había sido él durante toda la guerra de independencia. Sintió que le tocaban el hombro y al voltear se topó con un negro duro de amplia sonrisa que se ofrecía para ayudarlo a abordar.
La lenta travesía hacia Cuba le sirvió a Don Marcos para soñar con su nueva tierra. Tenía unos cuarenta y tres años, diría yo… a juzgar por su agilidad y su cara curtida por el sol y la pólvora. Pudiera tener menos, pero en los zambos, como en los negros, la edad es difícil de calcular.
Ese domingo se bajó del barco en el bullicioso puerto de Santiago de Cuba y su primera impresión de aquella tierra de fiesta fue grata. Era un ir y venir de gente apurada, laboriosa, engatusadora, que antes de quitarte la primera moneda te robaba el cariño. Se impresionó con los esclavos y sus patrones, tanto cubanos como españoles. Le entró un profundo escalofrío que se disipó con la primera mulata de nalgas anchas y estrecha cintura que le pasó por delante. Había llegado al lugar adecuado para formar un hogar y forjarse un futuro, lejos de la guerra y de la destrucción que había conocido en su juventud… y de la devastación que su patria había tenido que pagar por su libertad.
Para un hombre con las vivencias y el empuje de Don Marcos, triunfar en la Cuba colonial que entraba en la segunda mitad del Siglo XIX no era difícil y nuestro personaje se instaló en una finca -- que hizo suya -- en las faldas de unas lomas que tendría mucho que ver con la historia de aquella isla dueña de un verdor impresionante y unos arroyuelos tan cristalinos como el corazón sincero del cubano: la Sierra Maestra.
No había terminado Don Marcos de cumplir una década en Cuba, cuando su corazón quedó destrozado en mil pedazos, producto del repentino y fortuito encuentro con una mulata altiva y desafiante como la guerra que había luchado en su Venezuela natal desde la corta edad de 13 años. Había oído hablar de ella, la hija de Don José Grajales y Doña Teresa Cuello, dominicanos que como él habían emigrado a Cuba buscando la prosperidad y un lugar donde sembrar hijos: se llamaba Mariana y llegaría a ser la “Madre Mayor de Cuba”.
Sobre la piel dorada de aquella hermosa mulata, sobresalían unos grandes ojos soñadores. Don Marcos, acostumbrado a reconocer en los hombres el liderazgo que se requiere para que otro ser humano esté dispuesto a morir junto a él, quedó inmediatamente prendido de Mariana. Era imposible ese día llegar siquiera a pensar que aquella mulata de porte honesto y conmovedor andar, tendría el privilegio de ofrecerle a la causa redentora cubana, su muy particular ejército de diez hijos y que con la sangre de cada uno de ellos escribiría uno de los capítulos más gloriosos de las guerras de independencia de la Cuba que había ya conquistado quien sería su esposo y padre del más valiente guerrero cubano -- el General Antonio Maceo y Grajales -- llamado con terror por los españoles: “El Titán de Bronce”.
En la primavera de aquel amor que terminó siendo eterno, cuando corría el año de 1843, Marcos y Mariana sellaron sus vidas y formaron un hogar enriquecido ya por los cuatro hijos que ella había aportado producto de un primer matrimonio con Fructuroso Regüeyferos. Nacerían, creo, seis hijos más. El matrimonio se instaló en la finca que Don Marcos tenía en Majaguabo, San Luis, donde en 1845 nació el primogénito: Antonio.
La familia fue creciendo sucesivamente y – aunque tenía una casa en la ciudad santiaguera – su residencia fija era en el campo, donde Don Marcos enseñó a todos sus hijos las labores agrícolas en la tranquila y apacigüe Cuba que sin saberlo se preparaba para la tormenta que inevitablemente estaba por caer.
El matrimonio Maceo-Grajales crió a sus hijos en los más altos valores éticos y morales y de manera sencilla, pero firme, los prepararon para enfrentar la vida. Cuando era tiempo de reunión familiar, Don Marcos les hablaba de la gloria que producen las batallas, tanto cuando se pierden como cuando se ganan. Gracias al padre -- venido de la tierra de los libertadores -- los hijos de Mariana aprendieron a llevar a la obediencia al más brioso corcel y a usar el machete de faena como arma de guerra.
Pero Don Marcos les enseñó a sus hijos cosas más profundas que morir o matar en el campo de batalla; les enseñó a levantar la cabeza y pararse firme ante el llamado de la patria. Solía decir que las libertades de los pueblos no podían mendigarse ni negociarse, sino conquistarse con el filo del machete. Hablaba muy fuerte, este zambo venezolano, para los oídos de aquellos mulatos cubanos acostumbrados hasta entonces a los guateques en los centrales azucareros del amo o del patrón, que hacían de sus penurias un cantío, al son de un viejo y destartalado tres.
Entre los primeros claros del día 10 de octubre de 1868 -- cuando Antonio Maceo y Grajales, hijo de Don Marcos y Doña Mariana, tenía 23 años – Cuba dio a luz al “Padre de la Patria”, cuando un hacendado de nombre Carlos Manuel de Céspedes convocó a sus esclavos al batey de su hacienda, La Demajagua, y en cálida arenga les expresó que aquel era el primer día de la libertad e independencia de Cuba, no sin antes liberarlos de la esclavitud y de su propiedad. Aquel llamado a la insurrección armada pasó a la historia de mi patria como “El Grito de Yara”, dando inicio a lo que después se conoció como “La Guerra de los Diez Años”.
Todavía no había terminado de gritar Carlos Manuel de Céspedes en Yara, cuando ya Don Marcos – sabiendo que no había otra opción que la guerra – estaba lanzando a sus queridos hijos a luchar por la patria, con la ventaja que sus machetes todos estaban afilados, pues nuestro prócer venezolano-cubano, ya sabía que los tiempos eran un reflejo de aquellos que había vivido en su tierra natal y ante el mismo enemigo español que había batallado tantas veces en su juventud; un enemigo que no entendía de diálogos ni negociaciones y que preferiría ver a Cuba en llamas -- y luego en cenizas -- antes de abandonarla libre y soberana… como en efecto sucedió.
Diez años de lucha no fueron suficientes para liberar a Cuba del yugo español y los gloriosos mambises se vieron derrotados tras la desigualdad de fuerza, la desidia de muchos cubanos y el terrible mal que nos ha aquejado desde entonces: la desunión. Así, ante este dramático cuadro de total decepción, fue firmada la “paz” en el “Pacto de Zanjón”, el cual preveía la concesión de un régimen de autonomía -- que como muy bien alertaba Don Marcos día a día -- fue sistemáticamente incumplido por los sucesivos gobiernos de la Restauración de la Monarquía
Los hijos de Don Mariano habían ido muriendo uno a uno en esa guerra y algunos de los que quedaron vivo se unieron a la insistencia de una segunda que duró poco más de un año, llamada “La Guerra Chica”, la cual tuvo el mismo destino que la primera. Estos fracasos bélicos, entre otros factores de mucha importancia, dio paso a una corriente “pacifista” de “comeflores” que hacía hervir la sangre de Don Mariano, sabiendo que al final del camino siempre estaría esperando el machete con el cual conquistar la libertad. En ese ambiente de efervescencia política comenzó a destacarse un joven de padres españoles llamado José Martí, tal vez uno de esos “comeflores” que buscaban la libertad por la vía del entendimiento y el raciocinio, autor de unos de los versos más hermosos de la literatura hispano-americana:
“La Rosa Blanca”
Cultivo una rosa blanca
en junio como en enero,
para el amigo sincero
que me da su mano franca…
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni oruga cultivo,
cultivo una rosa blanca…
Don Marcos, quien jamás fue un hombre de letras, estaba más impresionado con la inocencia y pureza de aquel joven que con su pluma literaria y lo único que hacía al leer sus primeros escritos era mover la cabeza en un gesto de impotencia. Aún escribiendo versos tan sencillos y bellos y muchos artículos profundos y tremendamente bien fundados que Martí publicaba en diferentes revistas y periódicos dentro y fuera de Cuba, quien llegaría a ser nuestro Apóstol comenzó a sufrir prisión y destierro en intercambio a su inquebrantable disposición al diálogo con España. Don Marcos lo sabía pues conocía al pájaro español por las cagadas que tantas veces se echó sobre suelo venezolano.
Todavía en octubre de 1884, José Martí, “el comeflor mayor”, se reunió con Antonio Maceo y Máximo Gómez (ambos “talibanes”) y decidió su separación de los incipientes planes insurrecciónales para retomar la lucha armada, por considerarlos peligrosos para la conducción democrática de la revolución, supongo que pensaba Martí que podríamos salir de los españoles para caer en manos de un dictador cubano… ¿o algo así?. Desde su finca oriental, Don Marcos se moría de angustia al recibir la noticia llegada en carta escrita por el puño de su amado hijo Antonio.
La “comedera de flores” continuó hasta que el propio Martí se dio cuenta de su error y en octubre de 1891 – SIETE AÑOS MÁS TARDE – consideró dedicarse de lleno a la preparación de lo que él mismo llamó “La Guerra Necesaria”, la inevitable.
Fue ese mismo “comeflor”, que ya no comía flores, quien el 24 de febrero de 1895, incitó a que se pronunciara en Cuba “El Grito de Baire”, llamando a todos los cubanos a “La Guerra Necesaria” contra España y para sentar ejemplo, él mismo se lanzó a la lucha armada.
Para un hombre tan cuerdo como José Martí, hacer la guerra fue un desastre total y con el grado de General se montó en su caballo aquella gloriosa mañana del 19 de mayo de 1895, en un lugar que hoy es sagrado – llamado Dos Ríos – y cargó contra el ejército español. El hombre que estaba dispuesto a ofrecerle una rosa blanca al cruel que le arrancara su corazón, murió de un tiro perdido en medio de una batalla que para él posiblemente no tenía mayor sentido que el de cumplir con un formalismo dentro de aquella guerra que él mismo se empeñó en llamar “Necesaria”.
Poco después caería -- también en batalla -- Mi General Antonio Maceo y Grajales, hijo de Mi Compatriota, Don Marcos Maceo y Mi paisana Mariana Grajales y Cuello. Había nacido del fruto amoroso entre un venezolano y una cubana de sangre dominicana. Por sus venas corría lo mejor de esos tres países, salpicado también con los genes que hoy con orgullo sentimos nos llegaron de España del África y de las intrincadas selvas de Venezuela que aún hoy son vírgenes.
Doña Mariana Grajales y Cuello, viuda de Maceo, desde su exilio en Kingston, Jamaica – donde pasó a la gloria eterna un 28 de noviembre de 1893 – interrumpió la conversación de sus hijos -- quienes preparaban desde aquella isla hermana el reinicio en Cuba de “La Guerra Necesaria” -- para decirle al más pequeño de ellos algo así: “Y tú mijo… ¡empínate y crece rápido para que también des tu vida por Cuba!”
Muchas cosas hoy no recuerdo bien pues los años no han pasado en vano y mi mente ya no funciona como solía funcionar en tiempos de Don Marcos, no obstante, recuerdo como si fuera hoy que aquel venezolano que conocía el pájaro español por su cagada, nos advertía que la libertad no se mendigaba, sino se obtenía con el filo del machete… al final, Don Marcos Maceo -- mi amigo venezolano -- murió luego de vivir la más larga y sangrienta lucha contra el colonialismo español, sin saber que Cuba – ya al final -- le daría la razón.
El Hatillo, 1ro de marzo de 1902, ¡perdón! de 2003